Río Aragón en zona aprovechada por bañistas de verano por el poco caudal que lleva en este tramo.
Mi padre tenía una bicicleta grande con barra y en ella hizo instalar soldado un sillín, de manera que pudiera ir yo sentado y quedando entre sus brazos. De esa manera, muchas tardes de verano, salíamos los dos de casa y a 50 metros ya estábamos en la carretera que llevaba hacia el Pirineo y paralela a ella discurrían pacíficamente las aguas del Río Aragón. Era una carretera estrecha por la que no pasaban nunca coches pues en aquellos años (1953 en adelante) apenas se veían vehículos. Con quien siempre nos cruzábamos era con el Guarda Forestal de la zona, que nos saludaba y le saludábamos y después, dejábamos la carretera y andando por un camino que circulaba paralelo a una acequia de aguas cristalinas, mi padre con la bici en sus manos, íbamos hasta una casa de granjeros que conocían a mi padre y donde nos permitían dejar la bicicleta. De la casa a la ribera del río Aragón había muy poco trecho entre árboles y pisando hierba, hasta llegar a la orilla. Mi padre era muy buen buceador y yo no sabía nadar. Así que, mientras él se metía en las partes profundas del río, yo le esperaba tomando el sol y el agua en pequeñas piscinas naturales formadas por la propia fuerza de las aguas a las orillas del río. Al lado tenía una cesta y me acuerdo que mi padre me daba un beso y me decía que me estuviera quieto allí, que me iría mandando peces (truchas). El se metía en la parte central del río y de tanto en tanto salía y me lanzaba una trucha que yo metía en la cesta. En realidad estaba prohibido pescar truchas como él lo hacía, pues se metía buceando y las cogía a mano clavándoles el dedo pulgar en las branquias. Cuando me las echaba para que las metiera en la cesta ya estaban muertas. Algunas tardes me había quedado mucho rato sólo a la orilla y el sol empezaba a ponerse por lo que la orilla del río opuesta a la que yo estaba, se oscurecía en sombras al no darle el sol y tenía miedo de que a mi padre le hubiera pasado algo, pero siempre, de manera indefectible, acababa saliendo del agua trayendo una trucha bien grande. Con la cesta llena, volvíamos a la granja, recogíamos la bicicleta y regresábamos a la carretera. Por el camino, rodeado de árboles y campos, siempre nos volvíamos a cruzar con el Guarda Forestal y nos volvíamos a saludar. El guarda nunca le dio por registrar a mi padre, yo suponía que porque eran amigos, ya que en realidad las truchas que llevábamos en la cesta, habían sido cogidas de una manera que estaba prohibida por la ley. Al llegar a casa, mi madre y mi tía Pilar las cogían, las limpiaban y pelaban y teníamos una extraordinaria cena de pescado muy rica. Me encantaba la sensación del aire en la cara, mientras iba en la bicicleta entre los dos brazos de mi padre y estar en el río, sólo, escuchando un silencio absoluto a excepción del ruido del agua al circular por los cauces y que sólo se interrumpía por la voz de mi padre que me decía: "Marianito, trucha va" Cómo me gustaría poder volver al pasado y revivir estas experiencias
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